Lo que le ocurrió a Manuel en el anterior capítulo, sólo fue el inicio de un largo vía crucis que le esperaba.
Una vez recuperado del primer susto y cuando todavía reflexionaba acerca de cómo zonas descontroladas de nuestro cerebro pueden ponerte en un brete de gran calibre, se puso a deambular por casa sin rumbo. Era un domingo por la noche después de habérselo pasado en grande con unos amigos. Pero algo iba mal, empezó a notar una sensación desagradable que de inmediato le remitió a los desagradables recuerdos del episodio de hacía menos de una semana. No se lo podía creer: durante toda la semana había estado fenomenal, la empresa en la que trabajaba estaba recuperando las cifras del 2007, entre los trabajadores había un espíritu de confianza en el futuro. El jefe, ‘the Boss’ le llamaban, había llevado bien el barco. Sus comisiones volvían a cifras pasadas.
Le fastidiaba un poco que su chica fuese bailarina y pasase temporadas fuera de casa. Pero valía la pena. Estaba en estos pensamientos, intentando entender el porqué de aquellas crisis, qué había hecho mal, si tenía algún trauma escondido por ahí. Nada, la ansiedad se iba disparando por momentos y a pesar de que echaba mano de todos los recursos que le habían enseñado: la respiración abdominal, estiramientos, visualizaciones… la ansiedad crecía e iba a galope tendido: las dificultades respiratorias otra vez, la taquicardia; notaba como la energía desaparecía como si fuera el agua de la bañera al quitarle el tapón, pensamientos desordenados que se agolpaban en su cabeza que le ponían en una situación límite: ‘No puedo más -se decía-. Un poco más y pierdo los papeles, me vuelvo loco-’. El ‘subidón’ de ansiedad parecía no tener fin. El recuerdo de que la solución estaba en Urgencias, aunque solo fuera para saludarlos, le llevo al Taxi y con él para Urgencias.
Los días siguientes fueron la verdadera pesadilla: la ansiedad había pasado de ser algo que ocurre alguna vez, a la ansiedad permanente, la que te hace estar en estado de alerta ante la expectativa de una inminente repetición de ‘aquello’ del ‘yuyu’, como lo bautizan algunos. Ahí empieza la gran trampa, la convicción de que sólo puedes moverte en algunos lugares y bajo algunas condiciones: cerca de casa, lugares que sea fácil escapar, o acompañado por alguien y donde no me vean por si me pasa ‘aquello’.
Se instaura el terceto de pensamiento característico de la Agorafobia: Búsqueda de la huida, búsqueda de ayuda y evitación de mostrar mi vulnerabilidad a los demás. Algunos lo denominan ‘procurar no montar el numerito’.
Observen lo surrealista de la situación: todos sabemos que el miedo es una reacción cognitiva y fisiológica ante una situación de amenaza: Pues bien, el que padece una crisis de pánico percibe una señal fisiológica interna de miedo, sin que exista tal amenaza: no había ningún león en casa de Manuel pero su reacción fue como si hubiera entrado. Fue desesperante cuando el lunes tuvo que inventarse una excusa para que un compañero le acompañara al trabajo. No se reconocía sintiéndose preso de aquel miedo. Cruzar la gran avenida que tenía frente a su casa era un calvario; cuando llegaba a la mitad de la calle sentía como una especie de parálisis, por lo que le requería un gran esfuerzo cruzar aquel punto; pero una vez cruzado, sentía como mejoraba a medida que se acercaba a la pared de enfrente. ¿Cómo era posible que se sintiera mejor si salía de casa con un paraguas? O con un periódico. Pues porque el periódico le permitía pararse en medio de la calle y permanecer quieto sin llamar la atención, sin ‘montar el numerito’.
Quién entiende eso. ¿Qué le ocurría? ¿Se volvía loco? Para mayor complicación, después desarrolló un estado en que ya sentía como si el león, o lo que fuera, lo estaba envolviendo en un estado de miedo que le limitaba la vida.
Por ejemplo si va al cine, cosa poco frecuente, se coloca en las filas cercanas a la salida y no permitirá ningún obstáculo (persona) entre su asiento y el pasillo porque su estado de alarma le lleva a interpretar como un gran obstáculo una persona en caso de precisar la huida. Sabe que sería suficiente con un ‘me permite’, pero siente que no puede tolerarlo. Siempre la huida. ¿Hacia dónde? Pues casi siempre hacia donde no esté sujeto. Otros planifican viajes con paradas cercanas a hospitales, por si acaso, por si viene ‘aquello’.
Podemos ver como en los individuos que padecen este trastorno existe un sistema de señales de alarma que no provienen del sistema de evaluación cognitiva de la amenaza. Este sistema, un complejo entramado neuronal que regula la evaluación de la amenaza, es la estructura que ha enfermado y que envía señales inadecuadas y que no responden a evaluaciones de la realidad. Este sistema envía estas señales que no tiene ningún sentido ni se corresponden con amenazas en el mundo real y que el sufridor puede identificar como algo muy interno (una paciente me decía: “de los adentros”) y que llegan a dominar el campo de la conciencia de tal manera que el sufridor ejecuta conductas evitativas de manera disociada, respondiendo al ‘otro’ sistema, el que ha enfermado y que le impulsa hacia las conductas de evitación.
El tratamiento psicológico que en buena parte consiste en promover la conducta contraria, es decir, la exposición, enfrentarte a la situación temida, deberá anclarse en rasgos de personalidad previos y éstos facilitaran o no la progresión del tratamiento. Cuanta mayor facilidad de lucha, mejor.
El tratamiento farmacológico deberá ir orientado a la disminución de las conductas de evitación y así facilitar, en algunos casos de forma imprescindible, las conductas de afrontamiento y la recuperación del trauma. Por cierto, no hagan caso de que se les conozca como antidepresivos. Es una forma de hablar.
(Autor del artículo: Doctor Carles Lupresti)