La noción de que hay microorganismos vivos que favorecen las funciones digestivas del ser humano o previenen el decaimiento físico de la senectud estaba presente en textos de los grandes microbiólogos de finales del siglo XIX, como Louis Pasteur o su discípulo Iliá Metchnikoff[1]. Un informe conjunto de FAO y OMS emitido en el año 2006[2] definió y delimitó con más precisión este concepto: los probióticos son ‘microorganismos vivos que cuando se administran en cantidades adecuadas confieren un beneficio a la salud del hospedador’. Se establecieron además las guías y procedimientos necesarios para evaluar su eficacia en la promoción de efectos saludables, y garantizar su seguridad para el consumo humano.
Los expertos de FAO/OMS adoptaron criterios de la farmacología basada en evidencia, propuestos por las ICH (International Conferences of Harmonisation) y universalmente aceptados para el registro de nuevos fármacos. Un microorganismo solamente podrá calificarse como probiótico si ha sido investigado de acuerdo a las directrices propuestas, que incluyen la demostración de sus efectos beneficiosos en ensayos controlados de fase 1, 2 y 3 en personas humanas. Más recientemente, la International Scientific Association for Probiotics and Prebiotics (isappscience.org) insistió en la vigencia de la definición y criterios propuestos por FAO/OMS destacando la necesidad de realizar estudios controlados en humanos para acreditar la categoría de 'probiótico'[3].
La investigación sobre probióticos que se ha realizado siguiendo dichas pautas y recomendaciones ha aportado muchísima información de interés para la salud del consumidor. El registro de Cochrane incluye 1.391 ensayos clínicos aleatorizados con probióticos en humanos y 118 revisiones sistemáticas o meta-análisis (51 de ellas forman parte de la colección Cochrane Database Syst Rev). Gracias a ello hoy sabemos, por ejemplo, que el consumo regular de Lactobacillus casei Shirota redujo significativamente la incidencia de diarrea aguda en niños de suburbios deprimidos de Calcuta[4], o que Lactobacillus casei DN-114 001 previno la incidencia de infecciones comunes respiratorias o gastrointestinales en niños de Washington[5], o que Lactobacillus rhamnosus GG fue útil para prevenir la aparición de eczema atópico en niños finlandeses[6], para tratar la diarrea aguda[7], etc. Otros ejemplos destacables son la eficacia de determinados probióticos para reducir significativamente la mortalidad de bebés pretérmino[8], o para aliviar síntomas de intestino irritable[9].
Probablemente, la indicación con más evidencia en cuanto a número de ensayos clínicos y revisiones sistemáticas es el uso de Saccharomyces boulardii CNCM I-745 para prevenir los efectos secundarios de los antibióticos[10], incluyendo la diarrea recidivante por Clostridium difficile[10]. Es evidente que estos ejemplos de aplicaciones adecuadamente demostradas para determinados microorganismos probióticos son de gran impacto para la salud pública. Su rentabilidad coste-beneficio puede asumirse fácilmente, y en algunos casos está ya confirmada[11].
Entre los estudios más relevantes de los últimos años cabe destacar un ensayo clínico con un simbiótico para prevenir sepsis neonatal que publicó la revista científica ‘Nature’[12]. El ensayo incluyó más de 4 mil bebés nacidos a término, con peso adecuado, sin patologías congénitas evidentes y con lactancia materna, en poblados rurales del noreste de India con poco acceso a recursos sanitarios. Los investigadores habían seleccionado previamente la cepa Lactobacillus plantarum ATCC 202195 por su persistencia en heces durante al menos 4 meses tras administrarlo a los bebés durante unos pocos días en combinación con un fructo-oligosacárido. La administración del simbiótico durante siete días redujo en un 40% (IC 24-52%, p<0.001) la incidencia de infecciones neonatales durante los 2 primeros meses de vida en comparación con placebo. Una proporción sustancial de las infecciones neonatales en la comunidad pueden reducirse utilizando probióticos adecuados, evitándose así el uso de antibióticos, que es claramente perjudicial para el adecuado desarrollo de las microbiotas del bebé[13].
Otra observación de gran relevancia proviene de la cohorte TEDDY. Seis centros de Estados Unidos, Suecia, Alemania y Finlandia reclutaron entre 2004 y 2010 alrededor de 9 mil recién nacidos con riesgo genético para desarrollar diabetes autoinmune (tipo I), bien por ser portadores de haplotipos de riesgo o por tener relación familiar de primer grado con pacientes. Este estudio detectó que durante el primer año de vida hay mayor abundancia de Lactobacillus rhamnosus en las heces de los niños que no desarrollan auto-anticuerpos frente a insulina o islotes pancreáticos[14].
Un análisis de tipo supervivencia (aparición de auto-anticuerpos o no) con el estimador Kaplan-Meier observó que la administración de probióticos (de cualquier tipo, sin especificar) desde el primer mes de vida reduce el riesgo de desarrollar auto-anticuerpos en un tercio (riesgo relativo de 0.66; IC, 0.45-0.96) en comparación con los bebés que no recibieron probióticos durante el primer año de vida[15]. Se especula que la aparición de auto-anticuerpos está relacionada con una inmadurez de la pared intestinal que permite el paso de macro-moléculas con capacidad antigénica para inducir auto-inmunidad. Los lactobacilos autóctonos y muchos probióticos pueden favorecer la maduración de la barrera mucosa o evitar procesos inflamatorios que generen su fallo.
Otros estudios recientes de interés han demostrado eficacia de los prebióticos en el tratamiento de la diabetes tipo 2 del adulto[16], y en la progresión de la enfermedad hepática por hígado graso[17]. Son indicaciones muy prometedoras en las que puede haber novedades importantes en los próximos años.
Referencias
1. Pasteur L. Observations relatives à la note précédente de M. Duclaux. Comptes Rendus l’Académie des Sci. 1885;100:68–9.
2. Joint FAO/WHO Expert Consultation. Probiotics in food. In: FAO Food and Nutrition Paper 85. 2006. p. 1–50.
3. Hill C, Guarner F, Reid G, Gibson GR, Merenstein DJ, Pot B, et al. Expert consensus document: The international scientific association for probiotics and prebiotics consensus statement on the scope and appropriate use of the term probiotic. Nat Rev Gastroenterol Hepatol. 2014;11(8):506–14.
4. Sur D, Manna B, Niyogi SK, Ramamurthy T, Palit A, Nomoto K, et al. Role of probiotic in preventing acute diarrhoea in children: a community-based, randomized, double-blind placebo-controlled field trial in an urban slum. Epidemiol Infect [Internet]. 2011 Jun 30 [cited 2019 Sep 28];139(6):919–26. Available from: https://www.cambridge.org/core/product/identifier/S0950268810001780/type/journal_article
5. Merenstein D, Murphy M, Fokar A, Hernandez RK, Park H, Nsouli H, et al. Use of a fermented dairy probiotic drink containing Lactobacillus casei (DN-114 001) to decrease the rate of illness in kids: the DRINK study. A patient-oriented, double-blind, cluster-randomized, placebo-controlled, clinical trial. Eur J Clin Nutr [Internet]. 2010 Jul 19 [cited 2019 Sep 28];64(7):669–77. Available from: http://www.nature.com/articles/ejcn201065
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