Thomas Halliday, autor del libro ‘Otros mundos’ (Penguin Random House Grupo Editorial): Thomas Halliday (Edimburgo, 1989) es un paleobiólogo e investigador asociado en el Departamento de Ciencias de la Tierra de la Universidad de Birmingham (Reino Unido). Su trabajo se centra en el estudio de los patrones ecológicos y evolutivos de la Tierra, donde combina perspectivas de la biología moderna y la paleontología tradicional. Ha recibido múltiples premios: en 2018 ganó el concurso de escritura Hugh Miller, y ha sido galardonado con la prestigiosa Medalla John C. Marsden a la mejor tesis doctoral en ciencias biológicas de todo el Reino Unido. Halliday ha sido entrevistado en cadenas como la Radio 4 de la BBC y habitualmente da charlas sobre ciencia para el público general. Se crio en Rannoch, en las Highlands escocesas. Actualmente vive en Londres con su familia.
Redacción Farmacosalud.com
¿Cómo era nuestro planeta hace cientos de millones de años? ¿Cómo se recuperó la vida en la Tierra tras las extinciones más despiadadas? El pasado deja huellas, y Thomas Halliday ha utilizado la ciencia de vanguardia para descifrarlas en toda su magnitud. Con el libro ‘Otros mundos’, Halliday devuelve a la vida 16 ecosistemas de un pasado inimaginablemente remoto para acabar redescubriendo nuestro propio hogar de formas irreconocibles, y, al mismo tiempo, pincela los devastadores escenarios que causaron el fin de incontables especies. Por fortuna, la vida siempre ha terminado imponiéndose... por ahora. Esta obra también es, queriendo o sin querer, una advertencia sobre el inquietante futuro que afronta nuestro planeta.
Halliday dice: «los mundos del pasado pueden parecer a veces inimaginablemente lejanos. Esos mundos, esas otras tierras, no se pueden visitar; al menos no en un sentido físico. No es posible visitar los entornos en los que se movieron los titánicos dinosaurios, ni pisar sus suelos, ni nadar en sus aguas. La única forma de conocerlos es a través de las rocas, de las huellas dejadas en arenas heladas, e imaginando una Tierra ya desaparecida. Este libro es una exploración de nuestro planeta tal y como era en otros tiempos, de los cambios que acaecieron a lo largo de su historia y de las formas de adaptarse que la vida encontró (o no). Considerar los mundos que una vez existieron es experimentar la pasión de viajar en el tiempo. Espero que este libro se lea como la guía de un naturalista, aunque de tierras distantes en el tiempo y no en el espacio, y se empiecen a ver los últimos quinientos millones de años no como una extensión temporal interminable e insondable, sino como una serie de mundos fabulosos pero familiares».
EDIACARANO
Hace 550 millones de años. Colinas de Ediacara, Australia. En las colinas ediacaranas, las constelaciones son extrañas, la luna está doce mil kilómetros más cerca y es un quince por ciento más brillante que la que contemplamos en la actualidad (o descrita por el más romántico de los poetas). El día solo tiene veintidós horas entre un amanecer y otro, antes de que la fricción ralentice gradualmente la rotación de la Tierra.
No siempre el día ha tenido 24 horas y, además, en aquellos tiempos, la Luna estaba más cerca… demasiada prosa -lo que es tan próximo cuesta menos de alcanzar- para un mundo empapado en deseos creativos… la originalidad de lo no creado pero sí esbozado se intuía en estado germinal.
DEVÓNICO
Hace 407 millones de años. Rhynie, Escocia. Si hay algo que vincula a los Cairngorms de Escocia, las llanuras que despejan el cielo del Hardangervidda noruego, las negras colinas de Donegal y la cordillera norteamericana de los Apalaches, es el violín tradicional. El sonido primigenio de la madera que canta, del árbol que murmura, de la tierra y la respiración. Los propios cimientos sobre los que se asientan los Apalaches, Irlanda, Escocia y Escandinavia forman parte del mismo episodio geológico, del mismo periodo de tiempo profundo. El hecho de que hoy sean lugares elevados es un eco lejano de su pasado compartido de tierras altas. Comienzan a darse algunas de las primeras colaboraciones entre los hongos y otros organismos para formar relaciones que cambiarán el planeta tal y como lo conocemos. Se trata, en su mayoría, de un mundo en miniatura habitado por plantas y criaturas diminutas, salvo por los pálidos bosquecillos de hongos que alcanzan los nueve metros de altura.
El ser y el existir transportan al lector hacia un concierto leñoso, en el que las astillas suenan a notas celestiales y los conjuntos de cortezas, en una suerte de audición de música clásica, perfilan una sinfonía para fanáticos de la visión extática. La cosa va en serio: el planeta exhibe sus primeros versos.
PÉRMICO
Hace 253 millones de años. Moradi, Níger. En la actualidad, los únicos tetrápodos no amniotas son las ranas, las salamandras y las cecilias, ciegas y excavadoras, los llamados ‘lisanfibios’. Todos los demás, incluidos los humanos, son variaciones amniotas. El amnios nos resulta familiar por ser el contenedor de las ‘aguas’ que se rompen durante el parto humano, el océano en miniatura en que cada uno de nosotros se protege mientras se desarrolla. Todavía conservamos los remanentes de nuestros antiguos rasgos ecológicos.
Todos surgimos de allí: del amnios, el ‘saco cerrado que envuelve y protege el embrión de los reptiles, aves y mamíferos, y que se forma como membrana extraembrionaria, llena de líquido amniótico’ (diccionario RAE). Maldita sea… es una definición tan científica que anula nuestra lírica más humana, aunque, en paralelo, nos permite afrontar la verdad más pura y nos deja comprender otros hitos de la madre amniótica por naturaleza, o sea, la propia naturaleza. Poéticamente hablando, sería algo así como
‘hijos del mundo, venid a mí
de la nada surge el todo
contemplaros, bondadoso frenesí
íntimo es tanto acomodo’
CRETÁCICO
Hace 125 millones de años. Yixian, Liaonin (China). El crujido de unas ramas y el ruido que estas hacen al rozar la piel delatan el movimiento de un grupo de gigantescos titanosaurios que huye. A su sísmico paso, la manada crea claros por aplastamiento, abriendo así espacios en los que pueden prosperar helechos, esbeltas colas de caballo y otras plantas jóvenes. Las vistas que ofrece el Cretácico son las de la antigua Tierra, la del apogeo de los dinosaurios no aviares. Estas criaturas son, sin duda, las más grandes que existen.
Los dinosaurios tuvieron su momento, su apogeo. Entre delirios de grandeza y descomunales huellas, escribieron su gigantesca historia, repleta de enormes y brillantes letras que finalmente fueron borradas entre fogonazos de desconcierto. Ya se sabe, nada es eterno.
PALEOCENO
Hace 66 millones de años. Hell Creek, Montana (Estados Unidos). El mundo se ha acabado. Hace dos años, en lo alto del cielo, en el norte, apareció un trozo de roca de al menos 10 km de largo que se desplazaba hacia el sur y hacia el oeste a miles de metros por segundo. Era el meteorito Chicxulub. Para tres cuartas partes de las especies que habitaban la Tierra, todos los machos, todas las hembras, todos los adultos y todas las crías, la vida ha terminado. Llega un invierno que dura una generación. El comienzo del Paleoceno, una época nacida del fuego, aparece en el registro fósil como un fallo técnico en una grabación de circuito cerrado, una serie de fotogramas temblorosos de estática, tras los cuales la imagen vuelve a aparecer y todo ha cambiado. Atrás queda la era de los reptiles: es el comienzo del mundo de los mamíferos.
Entre malabares ígneos y calores de brasas, unos se fueron y otros vinieron. Los mamíferos habían llegado para quedarse y también, en muchos aspectos y sentidos, adueñarse de la fama y la popularidad terrenales. El imperio de lo cambiante volvía a imponerse.
EOCENO
Hace 41 millones de años. Isla Seymour, Antártida. Al comienzo del Eoceno, el mundo se calentó a un ritmo casi sin precedentes, causado por las altas concentraciones de dióxido de carbono y metano (alrededor de 1,5 gigatoneladas en un período de 1.000 años), el mayor conglomerado de este tipo que el mundo haya visto jamás. Es la última vez en la historia de la Tierra que los niveles de dióxido de carbono han estado por encima de lo que se prevé que alcanzarán en las próximas décadas. Incluso la Antártida, el continente olvidado, es cálido. Toda la isla-continente está cubierta de una exuberante selva tropical que, habitada por colonias de pingüinos de dos metros de altura, permanece tres meses del año en la oscuridad. Allí, solo se oyen los chillidos de pájaros y el crujido de la maleza.
Habiendo tomado nota de lo leído, aquí es donde la sapiencia humana debe demostrar que volver al Eoceno -o a algo que se le parezca- por la vía rápida es morir de éxito. Como especie, hay que enfriar tanto los ánimos como el clima.
¿El actual cambio climático, una especie de Eoceno?
"El Eoceno tuvo dos momentos climáticos muy diferentes. En sus inicios -hace 55 millones de años-, en efecto, fue muy cálido, siguiendo la tendencia que se venía registrando en el momento final del Paleoceno. Pero las condiciones cambiaron de forma radical, hacia un enfriamiento, que se incrementará hasta la fase de las glaciaciones al comienzo de la era cuaternaria. Las causas de acumulación de CO2 y metano en ese período eran naturales, y hay diferentes teorías. Se atribuyen a erupciones volcánicas (la Tierra, los continentes estaban en formación), a grandes incendios en un planeta con mayor vegetación, a la liberación de metano de los fondos marinos o a la mayor presencia de nubes estratosféricas que habrían actuado como tapadera del calor de la atmósfera terrestre más próxima al suelo. Sea como fuere, hablamos siempre de causas naturales que originaron esa fase de calentamiento del clima Terrestre en el inicio del Eoceno”, explica el Prof. Jorge Olcina, catedrático de Análisis Geográfico Regional en la Universidad de Alicante.
¿Así pues, hay paralelismos entre la fase eocénica y el actual calentamiento global? “En la actualidad hablamos de un proceso diferente -contesta Olcina-. A la evolución natural del clima Terrestre se ha sumado la acción del ser humano con sus emisiones de gases procedentes de la quema de combustibles fósiles, que generan el efecto invernadero. Es la base del cambio climático actual, que de momento no tiene un horizonte muy optimista porque no conseguimos reducir esas emisiones causadas por la acción humana. Afortunadamente, aún no llegamos a los niveles de CO2 (actualmente 420 ppmv) y metano que había en la Tierra a comienzos de Eoceno (superiores a 1.500 ppmv) y tardaríamos al menos un par de siglos hasta poder alcanzarlos. Pero el resultado, si no ponemos solución a esta modificación antrópica del clima, ya lo conocemos: sería un clima muchísimo más cálido que el actual, como ya se vivió en nuestro planeta a comienzos del Eoceno”.
El Prof. Olcina y el catedrático de Geografía Humana de la Universidad de Valencia, Joan Romero, son coeditores del libro ‘Cambio climático en el mediterráneo’ (Tirant editorial). Según Olcina, si bien el mediterráneo “es una región que está experimentando variaciones significativas en sus rasgos climáticos", aún "queda mucho para que pueda tener rasgos como los vividos en nuestro planeta en el Eoceno. De hecho, no hace falta que se alcancen esos rasgos climáticos del Eoceno; con lo que está ocurriendo ya tenemos un problema a resolver”.
“El clima en la cuenca del Mediterráneo es ya menos confortable térmicamente, con precipitaciones más irregulares e intensas y con manifestaciones extremas de algunos fenómenos atmosféricos más frecuentes. Son efectos regionales del proceso global del calentamiento planetario. Lo que yo denomino ‘mediterraneización’ del cambio climático está teniendo ya consecuencias en las actividades económicas (agricultura, turismo) y va a tener más en las próximas décadas. Por tanto, no es necesario referirse al Eoceno; el problema lo tenemos ya presente y es serio, aunque no se alcancen las características que tuvo ese período geológico”, señala el experto.
PLEISTOCENO
Hace 20.000 años. Llanura del norte, Alaska (Estados Unidos). La estepa de los mamuts ofrece una visión fascinante de la vida que ya no es, pues llama la atención como una romántica panorámica repleta de bestias que casi creemos entender. Solitario y azotado por el viento ártico, el mamut es un símbolo universal del pasado perdido. En esa estepa que abarca el mundo, lo acechan unos osos mucho más grandes que los que conocemos en la actualidad, mientras que los desgreñados leones de las cavernas merodean en las cercanías. Nosotros, humanos, vimos, pintamos, cazamos a los mamuts, tal vez los reverenciamos; por eso son, en cierto modo, un vínculo tangible con la historia de la Tierra, aunque se hayan ido para siempre.
Y el ser humano empezó a inspirarse, y, alimentado por su propio aliento, acabó poetizando sobre el mundo sin saber que las odas egocéntricas son como los árboles que no dejan ver el bosque. Porque, ¿mirarse el ombligo a todas horas no pervierte la visión de todo lo demás? De nosotros depende.
De los 4.500 millones de años de la Tierra, «la historia humana escrita comenzaría en la última décima de segundo»
Halliday escribe: «Miro por la ventana, más allá de las tierras de cultivo, las casas y los parques, hacia un lugar que durante cientos de años ha sido conocido como World's End (el fin del mundo). Su nombre se debe a un pasado remoto de Londres, ciudad que ahora ha crecido hasta absorberlo. Pero, no hace mucho tiempo, aquello era realmente el fin del mundo. El suelo de ese lugar se formó en la edad de hielo, y era una mezcla de gravas depositadas por los ríos entonces afluentes del Támesis. El avance de los glaciares desvió su curso, y el Támesis desemboca ahora en el mar a más de ciento cincuenta kilómetros al sur de donde solía fluir [...] Bajo la grava helada se encuentra la Arcilla de Londres, en la que se conservan los antiguos residentes de este lugar: cocodrilos, tortugas marinas y los primeros parientes de los caballos. La tierra que habitaban se hallaba cubierta de manglares y papayos en cuyas aguas abundaban la vegetación marina y los nenúfares gigantes; un cálido paraíso tropical».
Un paisaje que quizás pueda volver algún día. No es ninguna locura. De seguir la tendencia actual, la 'tropicalización' europea podría ser ya evidente, digamos, más allá del año 2100. “Pero debemos confiar en que el ser humano será capaz de revertir el proceso actual de calentamiento, con su capacidad científica y técnica. La solución es sencilla: reducir las emisiones de gases de efecto invernadero que hemos introducido de forma artificial y que han modificado el balance energético de nuestro planeta hasta generar una tendencia al calentamiento térmico, tal y como se está registrando. Pero de no ser así, es decir, si continuamos maltratando nuestra atmósfera con emisiones que generan efecto invernadero antrópico, está claro cuál sería la tendencia. La historia del clima terrestre nos lo muestra: un clima mucho más cálido, que tendría rasgos de subtropicalidad en el sur de Europa, sin duda”, advierte el Prof. Olcina.
Lo curioso del caso es que, cronológicamente hablando, la tan notoria intervención del ser humano en la fisonomía y ahora también en el termómetro del planeta Tierra ocupa muy poco espacio en el reloj de la historia. Es, como quien dice, un suspiro imperceptible entre los latidos de las manecillas:
«Si los cuatro mil quinientos millones de años de historia de la Tierra se redujeran a un día y se proyectaran como una película, se sucederían más de tres millones de años de metraje por minuto. Veríamos cómo los ecosistemas se forman y decaen con rapidez a medida que las especies que constituyen sus partes vivas aparecen y se extinguen. Veríamos cómo los continentes se desplazan, las condiciones climáticas cambian en un abrir y cerrar de ojos, y acontecimientos súbitos y dramáticos eliminan longevas comunidades con consecuencias devastadoras. La extinción masiva que terminó con los pterosaurios, los plesiosaurios y todos los dinosaurios no aviares se mostraría veintiún minutos antes de acabar la película. La historia humana escrita comenzaría en la última décima de segundo […] En la mitad de la última décima de segundo de ese pasado concentrado se construyó en Egipto, cerca de la actual ciudad de Luxor, un complejo de templos funerarios donde fue sepultado el faraón Ramsés II. Todo lo ocurrido desde la construcción del Ramesseum es un simple pestañeo frente al abismal precipicio del tiempo geológico, y, sin embargo, esa construcción se considera un proverbial recordatorio de la transitoriedad», describe el autor de 'Otros mundos'.
Nunca en tan poco tiempo habían pasado -y pasan- tantas y tantas cosas por obra y gracia de una especie. La humanidad debe pensar ahora cómo seguir sumando suspiros sin averiar la maquinaria relojera.