
Marcia Bjornerud
Fuente: Crítica
Marcia Bjornerud, autora del libro ‘Escuchar a las piedras’ (Crítica): Marcia Bjornerud es Profesora de Estudios Ambientales y de Geociencias en la Universidad de Lawrence en Wisconsin (Estados Unidos). Su investigación se centra en la física de los terremotos y la formación de montañas. Es colaboradora habitual de ‘The New Yorker’, ‘Wired’, ‘The Wall Street Journal’ y ‘Los Angeles Times’, y autora de ‘Reading the Rocks’, ‘Timefulness’ y ‘Geopedia’.
Redacción Farmacosalud.com
Menos da una piedra (algo tan simple como una piedra apenas tiene valor); no soy de piedra (si algo es de piedra es que está duro, por lo general áspero, y además carece de sentimientos); quien esté libre de pecado que tire la primera piedra (todos hemos sido culpables en algún momento, y la piedra sirve como arma para la lapidación); el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra (caer más de una vez en el mismo error y descubrirlo dañándonos con una piedra); tirar la piedra y esconder la mano (hacer algo malo a escondidas)… ante la magnitud de tales expresiones populares, es de justicia que, ni que sea una vez en la vida, alguien dote de atributos benévolos a las piedras, más allá del consabido ‘es más fuerte que una roca’ (cuando se alaba el vigor de algo o alguien), o del cortejo interesado por la otra cara de la moneda rocosa, o sea, la adoración extrema por las piedras preciosas, que no dejan de ser un regalo de la naturaleza que está al alcance de muy pocos.
El caso es que Marcia Bjornerud pone a las piedras, rocas, cantos, guijarros, pedruscos y minerales varios en el lugar que se merecen, y lo hace a través de su libro ‘Escuchar a las piedras’. Porque La Tierra se ha reinventado a sí misma durante más de cuatro mil millones de años, y las rocas han custodiado el registro de toda su existencia. La mayoría de humanos ignoran la extraordinaria historia que esconden estos compuestos inorgánicos, porque somos incapaces de interpretar la valiosa información cifrada en ellos. Los atribulados devenires de las rocas son la infraestructura oculta que mantiene al planeta en funcionamiento, desde los acuíferos de arenisca que purifican el agua que bebemos hasta las formaciones de basalto que regulan lentamente el clima global, por poner sólo unos ejemplos.
Todos para uno, y uno para todos
En esta apasionada reivindicación de las piedras y su papel fundamental en nuestro ecosistema, Bjornerud sostiene que los humanos deberíamos sentirnos parte de una comunidad que incluye a otros animales, además de a las plantas, el agua y las rocas. En su conjunto, habitantes de un planeta antiguo y sólido, ampliamente representado por los elementos pétreos.
La autora del libro, en ese sentido, evoca los avatares de su propio entorno biológico, más concretamente el medio ambiente de determinadas zonas de los Estados Unidos que la han inspirado desde pequeña, como ejemplo de lo que viene a ser una sociedad interactiva natural. «Ahora también entiendo que nuestro terreno arenoso fue protagonista de historias más grandes y largas, una zona de frontera cultural y geológica donde se representaron dramas épicos. Se encuentra justo al norte de la Driftless Area (‘área sin acarreo’), una región característica del oeste de Wisconsin y partes adyacentes de Minesota y Iowa que de algún modo quedó libre de hielo durante el avance más reciente de los glaciares, y que por ello preserva un relieve más abrupto, modelado sobre todo por los ríos», escribe Bjornerud.

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«Esta transición topográfica coincide además con lo que los ecólogos denominan ‘zona de tensión’, allí donde los bosques de pino y caducifolios propios del norte dan paso a las sabanas de robles. La franja de tierra entre esos dos ecosistemas tan distintos actuó durante siglos como frontera natural entre el territorio de los pueblos de los bosques, los ojibwas y los menominis del norte, y las tribus de las praderas, los ho-chunks y los sauks del sur».
La prueba del musgo
Sí, los elementos pétreos son inorgánicos, pero no por ello dejan de estimular las capacidades orgánicas de otros agentes naturales, al tiempo que diseñan los espacios terrestres por los que puede asentarse la existencia biológica. En un artículo difundido por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), se afirma que ‘las rocas guardan una gran cantidad de información. Su análisis nos dice cuáles fueron los procesos geológicos que les dieron lugar, de qué están compuestas, cuál es su edad, si terminaron enterradas o han estado expuestas en la superficie, qué formas de vida preservan, cómo han evolucionado, qué tipo de minerales y elementos químicos aportan a la industria… A partir de observaciones directas o indirectas, los geólogos son verdaderos detectives cuando se trata de averiguar todo lo que ellas nos dicen’.
En su relato, Bjornerud no esconde nada. Tanto es así, que no duda en recurrir a la más pura y dura confesión cuando su experiencia íntima y personal choca con los principios ecologistas más básicos: «recuerdo una severa lección individual sobre ecosistemas un día de verano, cuando yo debía de tener seis o siete años. Mi padre acababa de construirme una casa en las ramas bajas de un gran cedro de Virginia. Alrededor de su pie crecía un musgo de color verde brillante. Era tan lozano y aterciopelado que decidí que tenía que ponerlo de alfombra en mi pequeña sala de estar. Pasé horas pelando el musgo y colocando las piezas sobre el suelo de madera. A la hora del almuerzo, ya todo estaba cubierto por un suntuoso tapete esmeralda.
Regresé aquella tarde, ansiosa por sentarme con gran placer en mi nueva y mullida moqueta, pero descubrí con horror que estaba encogida y marchita. Aunque carecía del vocabulario científico para describirlo, me di cuenta de lo tonta que había sido: el musgo era una colonia simbiótica que dependía por completo de su sustrato. Arrancado de su espacio, no podía sino apagarse y morir. Sentía una terrible vergüenza cada vez que veía el área denudada bajo el cedro, y ya no fui capaz de acercarme a mi casa del árbol en lo que quedaba de verano».
La ignorancia y la avaricia, interactuando en lugares comunes
Pero las culpas de los desastres que inciden en el curso de la naturaleza deben repartirse equitativamente, tal y como relata la Profª de Estudios Ambientales y Geociencias: «La historia de mi propia ciudad y su sustrato rocoso es una suerte de fábula, una escena de la tragedia en muchos actos que hoy denominamos Antropoceno. Los personajes típicos son Ignorancia y Avaricia, y la trama es predecible: la extracción de recursos genera una inmensa riqueza durante un breve periodo y para un pequeño número de personas, y deja un mundo empobrecido a quienes les siguen».
«También en los alrededores de nuestra ciudad, bastante al sur de las reservas, nos hallábamos en el límite septentrional de las tierras agrícolas productivas. Por una trágica ironía, la deforestación de finales del siglo XIX alteró para siempre la hidrología del paisaje, haciendo que la agricultura fuese aún menos viable. Donde antes las sedientas raíces de los grandes pinos blancos absorbían y ayudaban a retener el agua de la lluvia en el suelo, ahora solo había matorrales, pastos y cultivos. El agua de la lluvia y de la fusión de la nieve corría por el paisaje sin ningún impedimento. La erosión fue feroz, y los suelos arenosos, ya de por sí marginales, acabaron arrastrados. Las avenidas se tornaron más frecuentes y extremas, y la carga de sedimento de los ríos aumentó en un 500%, cosa que dejó un registro estratigráfico que se puede medir en las llanuras de inundación y en los lagos. Aunque quisiéramos borrar de los registros históricos los hechos vergonzosos de la era de las madereras, han dejado en los sedimentos un registro indeleble», se lee en el manual.

Zona azotada por desastres naturales
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A este respecto, más que la ‘mano del hombre’, quizás habría que hablar de la ‘zarpa del hombre’. Como constatación, el estudio sobre los ríos estadounidenses Roanoke, Savannah o Chattahoochee y otras siete grandes cuencas fluviales del sudeste de este país que ha cuantificado por primera vez con precisión la erosión del suelo propiciada por la acción humana en comparación con lo que sería una tasa natural de este tipo de desgaste morfológico. Los científicos descubrieron que la tasa de erosión de las laderas ‘antes de la colonización europea era de alrededor de 2,5 cm por cada 2.500 años, mientras que durante el período de alteración del pico de la tierra –a finales de 1800 y principios de 1900– los niveles se dispararon a 2,5 cm cada 25 años’, publica el Servicio de Información y Noticias Científicas (SINC) de la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología.
‘"Esto supone un aumento de más de cien veces", dice Paul Bierman, geólogo de la Universidad de Vermont y codirector del trabajo junto con Lucas Reusser del mismo centro, y el geólogo Dylan Rood del Imperial College de Londres. "Los suelos se desmoronan cuando eliminamos la vegetación y después la tierra se erosiona rápidamente"’, añade Bierman en la noticia recogida por el SINC.
«Personas que rechazan la lectura de la palma de la mano todavía contratan zahoríes e hidromantes»
Por otro lado, y si bien Bjornerud ve «con asombro lo mucho que ha avanzado nuestro conocimiento de los procesos geológicos durante las últimas décadas», todavía hay mucho terreno -ni que se mental- que conquistar. «La ciencia de las aguas subterráneas, o hidrogeología, es en la actualidad una subdisciplina compleja basada en la investigación cuantitativa, pero incluso hoy retiene en la imaginación de la gente cierto tufo a ciencia oculta. Personas que rechazan la lectura de la palma de la mano o la sanación con cristales todavía contratan zahoríes e hidromantes con varas adivinatorias para decidir dónde perforar un pozo. Es algo que se podría desdeñar por irrisorio si no fuera porque la ignorancia generalizada sobre las aguas subterráneas es un peligro para la salud pública.
[…] En un planeta acuoso como la Tierra, casi todas las rocas, con independencia de su origen, acaban interactuando con las aguas subterráneas. Algunas descubren, cientos de millones de años después de su formación, que son muy buenas almacenando y conduciendo aguas subterráneas y comienzan una nueva carrera como acuíferos», según se apunta en ‘Escuchar a las piedras’. Dando la razón a Bjornerud, es indudable que ha llegado el momento de honrar la naturaleza más recóndita y captar, por nuestro propio bien, los sabios y perennes mensajes que, desde tiempos inmemoriales, vienen regalándonos las rocas.