Consuelo López Fernández / Juan M. Picardo García
Introducción
Las enfermedades inflamatorias intestinales (EII), representadas esencialmente por la enfermedad de Crohn (EC) y la colitis ulcerosa (CU), son enfermedades crónicas, inmunológicamente mediadas. Surgen como resultado de una respuesta inmune desregulada a un microbioma intestinal normal o alterado en un individuo genéticamente susceptible. Son enfermedades que afectan significativamente a la calidad de vida de las personas que las padecen, aunque su impacto sobre la misma está condicionado por el momento de su inicio (infancia, adolescencia o adultez), la terapéutica médica, un curso prolongado caracterizado por remisiones y recaídas, y una sintomatología cada vez más florida.
Tradicionalmente, se ha considerado al estrés como un factor que afecta al curso de estas enfermedades crónicas, motivo por el cual la atención psicológica se ha convertido en un pilar importante en el cuidado de salud integral de las personas (niños, adolescentes y adultos) con una EII. El estrés desencadena agudizaciones, empeora los síntomas y es un factor de riesgo en el deterioro de la calidad de vida. Precisamente, fue la necesidad de que estas personas desarrollaran recursos para el manejo del estrés la que permitió que la atención psicológica se convirtiera en parte del cuidado de su salud.
A medida que crecía la investigación relacionada con estas enfermedades crónicas y se conocían más las relaciones entre éstas y el bienestar emocional, el funcionamiento adaptado y la calidad de vida, los servicios de atención psicológica se han convertido en una parte indispensable del tratamiento de la EII.
Sin embargo, la relación no es unidireccional, en el sentido de que la sintomatología física tiene efectos sobre la calidad de vida y la experiencia emocional y social de la persona con una EII. Cada vez existen más evidencias de que aspectos psicológicos como la individualidad, el estilo de afrontamiento, y la interpretación de los estresores pueden modular la respuesta inmunitaria, endocrina y neurológica. Es decir, la repercusión psicológica de una EII puede, por lo tanto, afectar a su fisiopatología.
EII, estrés y calidad de vida
La enfermedad crónica puede aparecer en cualquier momento de la vida y supone una fuente de estrés que puede contribuir a problemas emocionales y otros tipos de desajustes o alteraciones. Supone una cierta interrupción en el proyecto vital y exige, con frecuencia, una reorganización o reajuste mayor o menor del mismo. Los estresores asociados a la enfermedad crónica, en las personas que la presentan, suponen para ellas un ajuste psicosocial significativo al exigir una adaptación en muchos ámbitos de la vida[1] que puede implicar efectos negativos sobre la calidad de vida y el bienestar[2]. El proceso de adaptación a la enfermedad crónica implica tiempo, esfuerzo y energía, y la manera en que las personas lo llevan a cabo es muy variable.
Así, la investigación muestra que las personas con EII presentan ansiedad y depresión en mayor medida que sus controles saludables. Asimismo, informa que, durante las exacerbaciones de la enfermedad, el bienestar percibido se reduce y, con frecuencia, se acompaña de ansiedad y depresión. Los síntomas psicológicos se han relacionado con una mayor severidad en la sintomatología física, aumento de los brotes, hospitalizaciones más frecuentes, y menor compromiso con el tratamiento. Si bien es cierto que son muchos los factores que intervienen en el carácter estresante de la EII, y que algunos de ellos se relacionan con la naturaleza de la propia patología, sus síntomas y las estrategias terapéuticas empleadas para su manejo, existen otros factores que tienen que ver con la manera en que la persona interpreta lo que vive. Así, la valoración que la persona realiza de su situación es un factor muy importante[3].
Asegurar el funcionamiento físico, psicológico y social, reducir los efectos negativos de la patología y asegurar una vida de calidad con afecto positivo y con propósito, son metas por las que trabajamos con estas personas[4]. Entre las tareas que la persona ha de llevar a cabo se incluyen regular el malestar, mantener la valía personal, asegurar relaciones interpersonales satisfactorias con las personas significativas, restablecer el funcionamiento en las dimensiones afectadas, y reforzar la probabilidad de alcanzar un funcionamiento personal y social aceptable[2].
Pero no sólo se consideran los efectos negativos de la experiencia de enfermedad, sino también los efectos positivos: afectados por el mismo diagnóstico, algunas personas suman, a sus síntomas físicos, dificultades psicológicas ya sea en forma ansiedad, depresión o dificultades en las relaciones interpersonales (incluidas las más íntimas), mientras que, por el contrario, otras mantienen un afecto positivo e incluso se implican en procesos de transformación y crecimiento personal.
El estrés psicosocial, tanto agudo como crónico, puede conllevar problemas de conducta y poner en riesgo la adherencia al tratamiento, el bienestar personal y el desarrollo saludable[5]. A su vez, el estrés participa en el desarrollo y la evolución de diferentes enfermedades crónicas; de hecho, exacerba a muchas de ellas[6]. Estudios recientes han identificado alta comorbilidad entre los trastornos mentales más comunes (trastornos depresivos y de ansiedad) y las enfermedades metabólicas, gastrointestinales, pulmonares, cardiovasculares, musculoesqueléticas y neurológicas en los pacientes atendidos en el ámbito de la atención primaria[7]. La presencia de tal comorbilidad afecta a la adherencia al tratamiento, al bienestar y a la calidad de vida de la persona que la padece. Muchos pacientes con enfermedad crónica expresan la existencia de una relación entre la experiencia del estrés y el curso de su patología[1]. Las características de la enfermedad afectan a los estresores y a su ajuste a los mismos e, incluso, modifican factores individuales como la personalidad. Aspectos como el pronóstico, la rapidez con la que se produce el deterioro, o la presencia o no de periodos de remisión y de exacerbación afectan a la adaptación al proceso[2,8,9].
Diversas investigaciones recientes encuentran que las personas diagnosticadas de una EII, con enfermedad activa, presentan niveles de ansiedad y depresión superiores a la población general, a otras personas con procesos crónicos y, también superiores, a pacientes con EII en remisión[10,11]. La investigación clínica ha mostrado una fuerte asociación entre la EII y la depresión[12], y con niveles más elevados en ansiedad y depresión que en otros procesos crónicos[13], lo que afecta a la respuesta al tratamiento y a la calidad de vida. Con frecuencia estas relaciones se han considerado exclusivamente un componente psicosomático; sin embargo, estudios recientes sugieren que estos síntomas pueden ser una consecuencia de los mismos procesos biológicos[14]. Por otra parte, el estrés crónico de naturaleza psicosocial es un factor de riesgo en numerosas patologías, incluida la EII, relacionándose con la carcinogénesis y un mayor riesgo de inflamación.
EII y sexualidad
Para las personas con EII, de igual forma que para otras personas con enfermedad crónica, la calidad de vida es primordial. En este contexto, para jóvenes y adultos, la sexualidad es un aspecto importante de su bienestar personal. Las dificultades y alteraciones sexuales que tienen lugar entre las personas con una EII tienen mucho que ver con la naturaleza y la sintomatología de la propia patología, el momento de inicio de la enfermedad, el sexo de la persona, el estrés o las alteraciones del estado de ánimo, y contribuyen, aún más, a una percepción deteriorada/disminuida (con una evidente base objetiva) de la calidad de vida relacionada con estas enfermedades crónicas.
Es cuestión de admitir que la sexualidad humana es un fenómeno complejo en el que intervienen factores biológicos, psicológicos, relacionales y socioculturales; también es aceptar que una enfermedad crónica como la EII no sólo es un conjunto de síntomas somáticos y físicos, sino que incluye un estrés psicológico y una presión psicosocial, a veces externa y otras autoimpuesta, con potenciales efectos en las relaciones interpersonales.
Como hemos señalado, analizar la relación entre la EII y la sexualidad requiere incluir otros aspectos de la persona como su edad, su sexo, su situación de salud y el progreso de la enfermedad, junto con las limitaciones que la afección pueda imponer y si éstas lo hacen de manera rápida o lo hacen de manera progresiva facilitando con ello el proceso de adaptación del individuo. El impacto de la EII tiene que ver con el momento en el que aparece o con si la persona es o no es sexualmente activa. La EII puede tener, además, un efecto sobre la autoimagen y la autoestima, hacer sentir a la persona menos atractiva y, con ello, rechazar la actividad sexual. Es decir, las dificultades relacionadas con la sexualidad en personas que tienen una EII se mueven en un marco tan complejo como la propia sexualidad humana.
La alteración de algunos aspectos relacionados con la sexualidad no es infrecuente en personas con una EII, sumándose, como un añadido más, a la lista de problemas, dificultades y preocupaciones, e impactando negativamente en la calidad de vida y el bienestar de estas personas. La causa de estas dificultades y/o alteraciones sexuales es diversa. Así, la sintomatología de la EII, los cambios anatómicos y la alteración de la imagen corporal, secundarios al tratamiento quirúrgico y a factores de carácter psicosocial, suelen ser los principales causantes de las mismas.
En las personas con una EII, la sintomatología que más interfiere con las relaciones íntimas es la diarrea, la incontinencia fecal, el dolor abdominal y la dispareunia[15]. La presencia de fístulas, especialmente la enfermedad perianal; la terapéutica farmacológica (esteroides)[16] y quirúrgica (desfiguración de las cicatrices quirúrgicas y ostomía), por su potencial impacto sobre la imagen corporal, también tienen una incidencia negativa en la vida sexual de estos pacientes.
El sexo femenino y algunos estados postoperatorios se han identificado como factores de riesgo para la percepción de deterioro de la imagen corporal que conduce a interferir (disminuyendo) con la sexualidad[17]. Las principales preocupaciones expresadas por las mujeres con EC fueron el dolor abdominal, el miedo a la incontinencia fecal y la diarrea[18-20]. Las complicaciones de la EC perforante (las fístulas enterocutáneas, la enfermedad perianal o la fístula enterovaginal) pueden afectar negativamente a la imagen corporal y la confianza en sí mismas de las mujeres, así como también causar vergüenza, temor a la intimidad y malestar durante las relaciones sexuales. Así, se sabe que entre un 3 y un 5% de mujeres con una EC desarrollan fístulas rectovaginales con gran potencial de impactar negativamente sobre su funcionamiento sexual y su calidad de vida. Y otra muestra de la posible afectación de la funcionalidad sexual, es que una de las cinco categorías del índice de actividad de la enfermedad perianal evalúa la restricción de la actividad sexual derivada de la presencia de esta manifestación relacionada con la EC.
El tratamiento de la EII (medicamentos, principalmente esteroides, y la cirugía) también pueden interferir indirectamente con la sexualidad de una mujer, si bien con respecto al tratamiento quirúrgico no es así en todos los casos, ya que dicho tratamiento de la EII puede tener efectos positivos o negativos en la sexualidad de la mujer, dependiendo del resultado final del mismo. Además, hombres y mujeres (quizás en mayor medida), a menudo, se quejan de los efectos secundarios que los esteroides tienen sobre su apariencia física (aumento de peso, acné, estrías, cara de luna llena) y su bienestar emocional (irritabilidad, insomnio, labilidad emocional, depresión) y, consecuentemente a partir de lo señalado anteriormente, se quejan del impacto negativo de estas terapias sobre su imagen corporal y sus relaciones íntimas.
Una de las tendencias de las últimas décadas, en relación con el diagnóstico de la EII, ha sido su mayor identificación en niños, adolescentes y adultos jóvenes, en quienes también se ha constatado una problemática sexual específica. Especialmente a edades tempranas, los efectos de la EII en las relaciones interpersonales y la sexualidad parecen ser más significativos, no sólo porque los pacientes se enfrentan ‘prematuramente’ a una enfermedad que es crónica y que va a estar ahí durante toda su vida, en el estado actual de conocimientos, sino también por todos esos otros aspectos particulares de la enfermedad ya mencionados que, de una forma u otra, generan dificultades interpersonales. Así, los efectos directos e indirectos de la EII, como la astenia, la diarrea, la incontinencia fecal, las consecuencias de la cirugía y los efectos secundarios de los medicamentos, causan con frecuencia una condición psicofísica de incomodidad, dificultando las relaciones interpersonales tanto públicas como privadas. En este sentido, parece que son las mujeres jóvenes quienes presentan un mayor potencial para sufrir algunas dificultades con su vida sexual.
Además, se ha informado de que en niños y adolescentes con una EII aparecen algunos problemas metabólicos relacionados con retraso en el crecimiento y en la maduración sexual, específicamente retrasos en la aparición de la pubertad y en el desarrollo de los caracteres sexuales secundarios. Estos retrasos tienen también un impacto potencial en la imagen corporal y las interacciones sociales a estas edades. Estos problemas no sólo se encuentran asociados a la potencial malnutrición causada por estas enfermedades, sino también a un efecto no deseado de la terapia con corticoides[16] ya comentado.
Como hemos visto, los malestares emocionales acompañan a menudo a las personas con una EII. La depresión y la ansiedad[12,21] son los más frecuentes aunque no los únicos, y tienen efectos considerables -en especial el primero de los trastornos- sobre el ajuste social, la calidad de vida y sobre el mantenimiento de la salud (vía adherencia) de las personas diagnosticas de una EII. Esta comorbilidad psiquiátrica también se relaciona con el funcionamiento sexual. Así, la investigación muestra que la depresión (quizás junto al estrés agudo y crónico) se identifica como uno de los factores psicosociales con más peso en la aparición de una función sexual significativamente alterada (disminuida) en las personas que padecen una EII mediada por una disminución de la libido o el deseo de mantener relaciones sexuales.
Por último, considerando todo lo anteriormente escrito, es evidente la necesidad de que todos los profesionales que se dedican a prestar cuidados de salud a estas personas aborden, también, los aspectos relacionados con la sexualidad. Es una demanda -inicialmente de las propias personas afectadas que ha sido recogida por la literatura especializada- que se ofrezca respuesta teniendo en cuenta la complejidad señalada, así como el hecho de que la expresión de la sexualidad, además de amplia, es un aspecto de gran importancia en la calidad de vida y el bienestar emocional de estas personas.
Referencias
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