La comunicación es la más importante de las herramientas de las que disponemos los sanitarios para el correcto desarrollo de nuestra labor profesional. Incluso en un mundo y un tiempo como el actual, sofisticadamente tecnificado, ninguna de nuestras destrezas resulta eficaz para los pacientes si la relación con ellos no se desarrolla por cauces satisfactorios. Tal vez por eso, se extiende cada vez más la implantación de planes de formación específicos en habilidades de comunicación, tanto en el postgrado como en los estudios de formación universitaria [1].
Dentro de las habilidades de comunicación, uno de los temas que suscita mayor interés es el manejo de las ‘malas noticias’. Es obvio que en esta profesión con cierta frecuencia tenemos que comunicar diagnósticos infaustos que alteran las expectativas del paciente y su familia en diferentes ámbitos: personal, afectivo, laboral, social, o familiar [2,3]. No es extraño que estas situaciones desborden las capacidades de contención emocional del sanitario: somos personas, con nuestras propias vivencias sobre la enfermedad, sobre la vida y la muerte, con historias personales y familiares de pérdidas. Por otra parte, nunca es agradable comunicarle al paciente que tiene una enfermedad que va a truncar la esperanza vital, o al menos va a modificar sustancialmente su modus vivendi. Es frecuente sentir miedo a dañar, a las reacciones del paciente, o a la sobreidentificación que implique sufrir con él. También es posible experimentar cierto grado de frustración o impotencia por no poder aportar soluciones definitivas, y quizá cierto grado de compasión (del latín, cumpassio: padecer con). Por su parte, el paciente tiene su propio cortejo emocional: desconcierto, miedo, incertidumbre, entre otras, y muchas más.
Por todo esto decimos que el encuentro entre el profesional y el paciente a la hora de comunicar malas noticias es una interacción saturada de emociones. En esa situación, es comprensible que sean precisamente esas emociones las que condicionan o cuando menos modulan nuestras conductas[4]. El modo de proceder (del profesional) puede tender sobre todo a protegerse de la emociones negativas antes que al esencial proceso de compartir con el paciente la información, de modo que se propicie el menor impacto posible (cierto grado de impacto es inevitable), y que promueva o facilite una actitud positiva, que será imprescindible para afrontar la situación en cuanto a pruebas diagnósticas, tratamientos, adaptaciones familiares, etc. Algunas de esas conductas de ‘escape’ pueden ser desde omitir información o minimizar su alcance, hasta soltarla de modo brusco e indiscriminado como quien se deshace de un lastre [5].
Por tanto, la primera de las tareas que tenemos que asumir es un cierto grado de autocontrol emocional. Puede ser útil tomar conciencia de nuestro estado, autochequearse: ¿cómo me encuentro? ¿estoy en condiciones adecuadas para abordar esta tarea? ¿es el momento y lugar adecuado para hacerlo? Se trata de hacer prevalecer lo cognitivo sobre lo emocional (reconociendo su presencia) para buscar activamente la mejor manera de comunicar: ¿cuál será el mejor modo, para este paciente, de transmitirle la mala noticia? Este proceso mental forma parte del profesionalismo al mismo nivel que cualquiera de las destrezas técnicas o de conocimiento que posee.
Existe mucha bibliografía sobre este tema, se han publicado muchas pautas y guías sobre ‘cómo dar malas noticias’. Tal vez la más completa de ellas es el protocolo de las seis etapas (Bayle y Buckman, 1992)[6,7]. Esta guía propone seguir una secuencia de seis pasos, del modo más ordenado posible, y su desarrollo se detalla a continuación.
1. Preparar el entorno físico.
Antes de abordar al paciente, debemos asegurarnos de que nos encontramos en el lugar idóneo. Una sala que garantice privacidad e intimidad suficientes -para el paciente y para nosotros mismos- evitando interrupciones (puertas que se abren y personal entrando y saliendo, el teléfono que suena). Afortunadamente ya pasan a la historia escenas de información en un pasillo de antequirófano o en salas de urgencias, de pie, con multitud de personal transitando, u otros pacientes o familiares en espera de atención. El material imprescindible puede incluir un mobiliario sencillo, en el que sentarse cerca del paciente, y unos pañuelos que poder ofrecer si fuese necesario.
En cuanto al momento adecuado, debemos asegurar la disponibilidad de tiempo adecuado para la tarea. No debemos soltar la noticia y salir a toda prisa. El momento del día dependerá de las características de las agendas de trabajo, y cada profesional sabe mejor en qué franja horaria dispone de las mejores condiciones. Del mismo modo, hay que tratar de ser oportuno para el paciente, en el aspecto temporal. Tal vez facilitar que venga acompañado (si ese fuere su deseo), o incluso posponer el encuentro si hay alguna circunstancia especial que lo aconseje. Imaginemos un diagnóstico de un cáncer que obtenemos un viernes, cuando ese sábado hay un evento familiar entrañable: puede ser éticamente admisible retrasar la comunicación hasta el lunes, si el pronóstico no se va a alterar.
Forma parte de esta fase, además, asegurarnos con antelación de que tenemos disponible toda la información necesaria relativa al proceso: resultado de pruebas de imagen o del patólogo, alternativas de tratamiento, factores pronósticos, etc. Será necesario responder a las necesidades de información que nosotros preveamos, y a todas aquellas que puedan surgir del paciente.
2. Averiguar qué sabe el paciente.
La evolución de los acontecimientos y la acumulación de pruebas diagnósticas suele proveer al paciente de información suficiente como para darse cuenta, o al menos intuir, lo que puede estar sucediendo. En su entorno puede haber experiencias similares de algún familiar o conocido, comentarios o informaciones. Los medios de comunicación también aportan información (más o menos veraz) e Internet, hoy en día, es un recurso al que recurren cada vez más nuestros pacientes. Por tanto, cuando nos sentemos delante -o a su lado- para comunicarle la mala noticia, ya tiene un conjunto de datos e ideas, más o menos elaboradas, algunas correctas, otras erróneas. Es imprescindible partir de este conocimiento para poder ir confirmando lo que es adecuado y corrigiendo o reconvirtiendo aquello que sea necesario. De este modo nos iremos aproximando a este ‘mundo interior’ del paciente. Es un momento muy trascendente, muchas veces toda esa nebulosa de pensamientos han sido rumiados en soledad, sin verbalizar, ni siquiera con su entorno más cercano, y eso constituye una fuente de malestar en sí misma. El simple hecho de poder expresar en voz alta sus preocupaciones es terapéutico, y contribuye además a tomar conciencia y protagonismo de su propio proceso, un recurso muy interesante para afrontar lo que le espera del mejor modo posible.
Para cumplimentar este paso, a veces es suficiente con invitar al paciente a hablar, con preguntas del tipo ‘¿qué es lo que tienes en la cabeza estos días?’ o ‘¿qué te parece todo esto que está pasando?’. Tras la pregunta, una actitud de escucha activa, manteniendo la mirada y cabeceando ligeramente, propicia la expresión fluida como si se tratase de un desagüe que se abre y deja salir lo que se ha acumulado con su propia presión.
3. Averiguar qué quiere saber.
Sin presuponer el tipo de información que necesita (no tiene que ser exactamente lo que nos parece, ni lo que a nosotros nos apetece decir) es el momento de preguntar directamente qué aspectos le preocupan, o simplemente esperar sus preguntas explícitas. Especialmente importante en este punto de la entrevista es bajar lo más posible la reactividad (tiempo que tardamos en responder) haciendo uso adecuado de silencios que permitan digerir la tensión y acomodar las necesidades. Habrá pacientes que se interesen por el diagnóstico concreto ('¿qué es lo que tengo?'), otros tendrán más interés en el pronóstico ('¿qué me va a pasar?') o bien en las medidas terapéuticas ('¿hay algún tratamiento?' '¿qué tengo que hacer?'). Cuanto más podamos ajustarnos a su centro de interés, más facilitaremos la asimilación de la información, y al mismo tiempo potenciamos el sentimiento de sentirse escuchado y atendido en sus necesidades, y facilitando la adherencia al tratamiento.
4. Compartir información.
Hablamos de compartir, porque no es ‘dar’ en sentido estricto, sino construir la información con el paciente sobre los cimientos de lo que hasta ahora hemos hablado y clarificado, sobre la realidad que él mismo va edificando. Es el momento de emplear palabras de bajo contenido emocional (no es lo mismo tumor que cáncer, no hay tratamiento definitivo que incurable) para aliviar el impacto. Tengamos en cuenta que un choque emocional intenso cierra la capacidad de asimilación, y es frecuente que tras pronunciar alguna palabra especialmente dolorosa se produzca un bloqueo cognitivo, de tal modo que nada de lo que suceda a continuación será asimilado o recordado. Nunca se trata de usar eufemismos que escondan la realidad, sino de adaptar nuestro lenguaje a sus preferencias. Siguiendo el principio del coraje compartido, si el paciente pronuncia esas palabras no debemos eludirlas, ya que estaríamos transmitiendo subliminalmente que no queremos hablar de lo que a él le apetece. Pero en todo caso, habrá que ahondar en los significados que le suscitan y tratar de que salgan a la luz. Obviamente sabemos que un carcinoma in situ es un cáncer, pero sin aclarar ese particular, el paciente puede evocar involuntariamente situaciones más dramáticas de lo real, porque recuerda algún familiar que tuvo un cáncer y falleció en dos meses.
El lenguaje en esta fase debe ser sencillo, evitando jergas o tecnicismos. Las frases cortas, intercalando silencios que permitan asimilar, y verificar que quiere seguir hablando y escuchando. Si baja o aparta la mirada será el momento de callarse y esperar a que vuelva a conectar con nosotros, incluso esperando que demande la continuación. De algún modo será él quien marque el ritmo de la conversación; somos nosotros quienes debemos adaptarnos a su capacidad de interacción. El ciclo ‘¿qué sabe?, ¿qué quiere saber?’ se repite cuantas veces sea necesario, y en cada paso vamos incrementando la cantidad de información adaptada a lo que él pregunta. Suele decirse que la verdad es como un medicamento, y en términos farmacocinéticos funciona igual: una dosis insuficiente es ineficaz, y una dosis excesiva provoca toxicidad y efectos secundarios. La iatrogenia aquí se manifiesta con cierta asiduidad si no contemplamos esta posibilidad.
5. Responder a los sentimientos.
Lo normal en esta fase es que el paciente y los familiares que lo acompañan manifiesten reacciones emocionales de diversa índole e intensidad. Si no fuese así, deberíamos sospechar que no están comprendiendo o asimilando adecuadamente. Por tanto, debemos buscar activamente esas emociones, facilitar su expresión y verbalización (otra vez, el efecto terapéutico), legitimando al paciente (‘es normal que te sientas así’), ofreciéndole unos pañuelos si es necesario, pero también silencio y acogimiento. Es un intervalo en el que prevalece lo no verbal, el contacto físico, si procede, como tomar una mano o apretar un brazo. El tiempo se detiene como un lapsus cuya duración dependerá de la capacidad del paciente para retomar la acción.
6. Planificación y seguimiento.
Suele haber un momento en el que se ha decidido (conjuntamente) que ya no es necesario u oportuno aumentar la información, por cansancio, agotamiento o por saturación del paciente. Hay que reconocerlo y nuevamente legitimarlo. A partir de aquí, el sentimiento que predomina casi siempre es el desconcierto. Los pacientes reducen su capacidad de decidir (felicitémosle si no ocurre) y la incertidumbre sobre lo que va a suceder pesa como una losa. De ahí que lo primero que podemos ofrecerle es un plan detallado de lo que va a suceder en los próximos días. Tras ofrecer nuestra disponibilidad (‘puedes llamarme o venir si necesitas aclarar algo’) le explicaremos en términos sencillos los pasos y los plazos a seguir. Qué pruebas diagnósticas faltan, cuándo y cómo será la cirugía si la hubiere, cuándo será la cita próxima con nosotros mismos o con el oncólogo etc. Se le pueden sugerir otro tipo de medidas de orden sociofamiliar que tal vez no se le ocurran en este momento, como apoyos sociales o baja laboral.
Esta secuencia de seis pasos no sólo garantiza la cumplimentación de aquellas tareas imprescindibles a la hora de dar malas noticias, también nos proporciona a los profesionales un cierto alivio, ya que una tarea compleja y poco agradable se convierte en algo más asequible si se divide en otras más pequeñas y abarcables.
Dar malas noticias es un proceso. Este esquema de seis pasos facilita el encuentro para el primer abordaje; después de eso vendrán nuevas visitas en las que tendremos que estar alerta a nuevas necesidades o situaciones que se pueden producir. En todo caso, la primera entrevista bien fundamentada suele facilitar las posteriores. Pero nada se debe dar por supuesto, es una fuente de error presuponer las reacciones del paciente y su familia. Efectivamente, tras el impacto de recibir la noticia, las perspectivas vitales cambiarán radicalmente y ello pude provocar alguna situaciones que pueden requerir abordajes específicos. Dos de ellas, de cierta singularidad, se comentarán brevemente por la trascendencia que pueden suscitar en el acompañamiento del paciente y a sus familiares: la negación y la conspiración de silencio.
Se entiende por negación [2,3] ese estado mental en el que el paciente o su familia eluden confrontar directamente la realidad, el devenir de los acontecimientos y el porvenir. Después de haberle explicado detalladamente que tiene un tumor irresecable y que sólo podemos ofrecer medidas paliativas, puede aseverar que lo entiende y acepta, y en los siguientes días sorprendernos con preguntas aparentemente incoherentes ('¿pero...me voy a curar, doctor?'), o haciendo planes de futuro irrealizables ('cuando esto pase quiero tomar unas buenas vacaciones'). La negación es cambiante, puede ser permanente o alternante. Aparece y desaparece sin una lógica predeterminada. Responde a la necesidad de ‘descansar’ momentáneamente de una carga tan pesada como es asumir el final tal vez cercano. La verdad puede ser cegadora, la luz del sol no se puede mirar durante mucho tiempo seguido. Puede ser total o restringirse a determinados aspectos, como no querer hablar del diagnóstico aceptando las medidas terapéuticas. Puede negar con su familia pero aceptar con los sanitarios, o viceversa. Todo esto se traduce en situaciones que a los profesionales suelen desconcertarnos mucho. A veces no sabemos muy bien cómo interpretarlas, y mucho menos cómo gestionarlas. El primer paso es aceptarlas con normalidad, y buscar el equilibrio entre no alentar la negación y tampoco confrontarla descarnadamente. Podemos aceptarla cuando no es disfuncional, pero debemos abordarla activamente cuando provoca conductas que entorpecen el tratamiento (por ejemplo, negar una quimioterapia que parece claramente indicada, o rechazar la morfina por los significados que pueda inferirle al paciente) o que desequilibran las relaciones familiares.
Cualquier intervención eficaz pasa por hacer ‘respuestas evaluativas’ ('¿qué es lo que piensas tú de esto que me preguntas?', o '¿cómo ves el proceso que estás pasando desde que empezó todo?') que no buscan sino facilitar o catalizar la propia reflexión del paciente, ayudando a verbalizar y poner en orden esas ideas que rondan por su cabeza en forma de pensamientos circulares. Otras veces podemos recurrir a señalamientos, una forma mucho más sutil y directa de abordaje, que requiere el máximo respeto y prudencia al hacerlo ('me da la sensación de que hay algo que te preocupa'). El propio paciente marcará el ritmo que necesita para volver a la realidad de la situación. Si en ese momento elude continuar por ese camino, podemos respetarlo, normalizándole ese estado (‘veo que estás algo confuso, no debes sentirte mal por ello’) y siempre garantizando la disponibilidad (‘ya sabes que podemos hablar de lo que quieras y cuando tú quieras’).
La conspiración de silencio es un término clásicamente acuñado en la literatura médica, aunque hoy se tiende a hablar más bien de pacto de silencio. Se refiere a esa situación en la que la familia nos pide que no comuniquemos el diagnóstico al paciente ('doctor, no le diga nada a mi padre de lo que tiene, no lo soportaría'), y que obedece la mayor parte de la veces no sólo a un cierto proteccionismo hacia el paciente, sino a los propios miedos: ¿hasta qué punto no queremos que el paciente se entere por cómo le pueda afectar, sino por lo que a nosotros nos abruma aceptar la realidad? Obviamente es una petición que a los sanitarios nos incomoda en el ejercicio de nuestra profesión. No sólo la ley nos obliga (Ley 41/2002 de autonomía del paciente), sino que desde el punto de vista ético sería inadmisible ejercer las profesiones sanitarias desde ese paternalismo trasnochado. De todas formas, confrontar no siempre es la mejor solución. Obviamente, podríamos decirle a ese familiar que nos debemos al paciente, que estamos obligados ética y jurídicamente a ello, y que no vamos a ocultarle nada. No obstante, si no se maneja la situación con delicadeza, muchas veces lo que obtenemos es un fracaso en la relación con la familia, con el bloqueo consecuente, justamente cuando más necesaria es la conjunción de intereses y de sinergias entre sanitarios y cuidadores para el bien del paciente. La aproximación a ese familiar -asustado- debe hacerse desde una perspectiva similar a lo comentado en el inicio de este artículo. Son sus emociones (el miedo, la tristeza, la incertidumbre) las que condicionan sus conductas de ocultación, y si ante esa situación reaccionamos justificando o argumentando nuestra postura (de todo punto legítima) podemos provocar, sin pretenderlo, un mayor enroque en la suya, incrementando su angustia y por lo tanto creando un círculo vicioso que entorpece la solución. Comprendiendo este proceso, es más adecuado intentar un acercamiento desde la empatía, comprendiendo y aceptando las emociones que provocan ese tipo de reacción. La secuencia de pasos a seguir sería la siguiente [8]:
1. Reconocer y aceptar la existencia de la conspiración, sin juzgar ni tomar postura, e interesarse por las razones (‘me doy cuenta de que no quieres decirle a tu padre lo que tiene, ¿por qué crees que es mejor hacerlo así?’)
2. Escuchar el relato del familiar y legitimar sus motivos (‘entiendo que no quieras decirle nada si tú piensas que sufriría mucho’)
3. Explorar las repercusiones familiares de esa situación de conspiración (‘¿qué supone para ti estar con tu padre como si no pasase nada?’) y mostrar empatía (‘me imagino que tiene que ser muy duro no poder comunicarte con él en esta situación’).
4. Pedir permiso para explorar el conocimiento real del paciente sobre su enfermedad (‘no sé si has pensado que tu padre puede saber cosas, y estar disimulando, igual que hacéis vosotros, ¿me dejarías que indague un poco sobre eso?’).
5. Hablar con el paciente según el protocolo de seis etapas descrito anteriormente, y pedirle permiso a él para facilitar el diálogo con el resto de la familia.
Si de este modo conseguimos deshacer la conspiración, habremos propiciado una comunicación abierta, sin tabúes, encauzando las convenientes despedidas. Serán momentos dolorosos, sin duda, pero cargados de emociones que facilitan el tránsito del paciente (y su familia) en los que van a ser los últimos momentos de su vida. El recuerdo que queda después será más grato y se favorece la elaboración del duelo. Pocas cosas del ejercicio de las profesiones sanitarias pueden ser más gratificantes.
La relación asistencial con los pacientes en estadios terminales requiere un especial esmero en poner en práctica, con intención explícita, las habilidades de comunicación que confieren un perfil de buen entrevistador [1]: la calidez, el respeto, la asertividad, la baja reactividad y, englobando a todas ellas, la empatía. Todas estas cualidades, adecuadamente combinadas, constituyen la argamasa perfecta para construir la relación sanitario-paciente en las situaciones delicadas (y en todas las demás). Se trata, en fin, de un baile armonioso en el que los dos danzantes han de ir acompasados, evitando tirones o pisotones, dejándose llevar recíprocamente para edificar una relación positiva y eficaz. Nuestro primer objetivo como profesionales es ayudar a las personas, y este, sin duda, es el mejor de los caminos para conseguirlo.
Bibliografía
1. Borrell F. Entrevista clínica. Manual de estrategias prácticas. Barcelona: semFYC; 2004.
2. Prados JM, Quesada F. Guía práctica sobre cómo dar malas noticias. FMC 1998; 5: 238-250.
3. Lizarraga S, Ayarra M, Cabodevila I. La comunicación como piedra angular de la atención al paciente oncológico avanzado. Bases para mejorar nuestras habilidades. Aten Primaria. 2006; 38 (Supl 2): 7-13
4. Novo Rodriguez, J; Martínez Anta, F Esas preguntas tan difíciles. AMF 2013;9(4):196-200
5. Meier D, Back A, Sean R. The inner life of physicians and care of seriously ill. JAMA. 2001;246:3007-14.
6. Baile WF, Buckman R, Lenzi R, et al. SPIKES--A six-step protocol for delivering bad news: application to the patient with cancer. Oncologist.2000;5(4):302-11
7. Buckman R. How to break bad news. A guide for health care professionals. Baltimore: Ed. John Hopkins, 1992.
8. Rodriguez Salvador JJ, en Alivio de las situaciones difíciles y del sufrimiento en la terminalidad 1ª Edición. San Sebastián, 2005. Sociedad Vasca de Cuidados Paliativos.
Lecturas recomendadas:
-Benito E, Maté J, Pascual A. Estrategias para la detección, exploración y atención del sufrimiento en el paciente. FMC. 2011; 18: 392-400
-Sanz J. La comunicación en medicina paliativa. Med Clin (Barc). 1992; 98: 416-418
-Domínguez C, Expósito J, Barranco J, Pérez S. Dificultades en la comunicación con el paciente de cáncer y su familia: la perspectiva de los profesionales. Rev Calidad Asistencial. 2007;22(1):44-9.
-Faulkner A, Regnard C. Handling difficult questions in palliative care a flow diagram. Palliat Med. 1994;8:245-50.
-Clayton J, Hancock K, Butow P, Tattersall M, Currow D et al. Clinical practice guidelines for communicating prognosis and end-of-life issues with adults in the advanced stages of a life-limiting illness, and their caregivers. Med J Aust. 2007; 186 (12 Suppl): S77- 108.
-Kubler Gross E. Vivir hasta despedirnos. Barcelona Edit. Luciérnaga, 1991.