Carlo Greppi, autor del libro ‘El hombre que salvó a Primo Levi’ (Crítica): Carlo Greppi (1982), historiador de la universidad de Turín, es autor de numerosos ensayos sobre la historia del siglo XX, entre los que destacan ‘25 aprile 1945’ (2018) y ‘Il buon Tedesco’ (2021), galardonado con el Premio FiuggiStoria 2021 y el Premio Giacomo Matteotti 2022.
Redacción Farmacosalud.com
‘El hombre que salvó a Primo Levi’ es un libro biográfico sobre Lorenzo Perrone, un albañil italiano pobre y casi analfabeto que, empujado quizás por su propia y dura existencia, se apiadó de Primo Levi, un prisionero de un campo de concentración nazi, a quien alimentó durante meses tras ver su famélico estado. Perrone, que vivía frente a la valla del campo de Auschwitz III-Monowitz, en Polonia, llevaba cada día comida a Levi para ayudarle a compensar su notoria desnutrición. Carlo Greppi, el autor del libro, describe del siguiente modo el estado en el que se encontraba el interno cuando Perrone se dirigió a él por primera vez: «Estaba colocando ladrillos, subido en un andamio, en silencio, y aquel prisionero 174.517, que, como descubriría más tarde, se llamaba Primo y tenía su número tatuado en el brazo izquierdo -un Häftling (un prisionero) del montón, un preso casi invisible, respirando a duras penas entre las dentelladas del hambre-, se encontraba debajo». Levi, de origen judío, era natural de la región del Piamonte, igual que Perrone.
«Perrone se encuentra al mismo nivel que Oskar Schindler o Giorgio Perlasca»
«Primo Levi, tal vez el mayor testigo del siglo XX, escribió y declaró en más de una ocasión […] que a Lorenzo le debía no solo la vida, sino también algo más, y para esta institución que trabaja por la preservación de la memoria de los gestos que salvaron a los perseguidos, Lorenzo Perrone es, sin lugar a dudas, el más importante de todos ellos. Se encuentra al mismo nivel que otros mucho más conocidos, como Oskar Schindler o Giorgio Perlasca», escribe Greppi.
El empresario alemán Oskar Schindler salvó la vida de más de mil judíos durante el Holocausto, empleándolos como trabajadores en sus fábricas de utensilios de cocina y munición, ubicadas en las actuales Polonia y República Checa. Su historia se contó en la famosa película ‘La lista de Schindler’ (1993). El otro benefactor, el comerciante italiano Giorgio Perlasca, no es tan renombrado como Schindler, a pesar de haber salvado muchas más vidas hebreas -más de 5.000- que el empresario alemán. Perlasca lo logró haciéndose pasar por diplomático español en Hungría a finales de la Segunda Guerra Mundial. Su heroicidad inspiró otra película, ‘El cónsul Perlasca’ (Italia-Hungría, 2002), no tan célebre como la que narra los hechos protagonizados por Schindler.
Palos por todas partes
El idioma italiano, y más concretamente el acento piamontés, facilitó el acercamiento entre Lorenzo Perrone y Primo Levi. La infancia del albañil no fue precisamente un camino de rosas, sino más bien todo lo contrario. Su padre era «‘brutal y tiránico, peleón y violento cuando se emborrachaba’, un ‘padre patrón’, y la infancia de Lorenzo, Giovanni y todos los demás de la camada vino acompañada de una avalancha de patadas. Primero las recibieron en casa y después, como lo más natural del mundo, las propinaron fuera de la ‘Pigher’, como se conocía a la taberna Pigrizia, frecuentada por pescadores y albañiles», se lee en el libro.
Perrone, pues, había recibido entrenamiento en casa, por lo que repartir mamporros por ahí le supondría, años más tarde, revivir el más puro costumbrismo doméstico cada vez que llegaba el momento de marcar territorio: «Lorenzo repartía puñetazos y patadas, con toda probabilidad de manera relativamente frecuente, sobre todo en la taberna Pigher […] o cuando consideraba que su capacidad de aguante se había visto sobradamente superada».
«“Estar en conflicto con alguien [...] era una especie de estado de ánimo, un modus vivendi que expresaba cierta normalidad en las relaciones, tanto entre los ciudadanos particulares como entre las comunidades”, dice la especialista Alessandra Demichelis […] En aquella provincia y en aquella época era usual “el consumo excesivo de vino”, bebida considerada un “néctar reparador”, que favorecía el estallido de enfrentamientos furibundos en los que no faltaban los palos, los cuchillos, los puñales y los alfanjes […]. En aquel mundo rural, estar “preparado” significaba estar “listo para reaccionar a las peleas”, y las redadas en las tabernas eran un espectáculo frecuente. Lesiones, difamaciones, injurias y la propia embriaguez eran algunos de los delitos más recurrentes a principios del siglo XX».
La juventud de Perrone también se vio marcada por «la marea ascendente del fascismo […] el ‘bienio negro’ que, a ojos de los italianos de la época, equivalió a un estado de guerra civil. La ofensiva contra las clases trabajadoras -que enseguida recibió el apoyo de la acción reaccionaria del Estado liberal, de los industriales, de los latifundistas, de la burguesía y, por último, de la monarquía- resultó letal. Entre otras acciones, en el primer semestre de 1921 los fascistas se lanzaron a destruir sistemáticamente las Cámaras del Trabajo (organizaciones territoriales del sindicato Confederación General Italiana del Trabajo), los círculos de izquierda, las Casas del Pueblo, las sedes de los sindicatos... […] Esta violencia política crónica, que, de acuerdo con los cálculos del momento y con los posteriores, dejó tres mil muertos en toda la península itálica, no pudo pasar desapercibida a los ojos de Lorenzo», escribe Greppi.
Ganándose la vida en un campo de la muerte
Pero, ¿qué hacía Perrone en Polonia, junto a la valla de un campo de concentración que, a la postre, no dejaba de ser también un campo de exterminio? Sencillamente, ganarse la vida. «Nunca sabremos cuántas veces pasó Lorenzo clandestinamente a Francia antes de que la empresa G. Beotti lo incluyese entre sus empleados de Auschwitz en colaboración con la Interessen-Ge-meinschaft Farbenindustrie AG, conocida como I. G. Farben. Sin embargo, es prácticamente seguro que no tenía ni idea de adónde se dirigía: su destino era Auschwitz III, que en los documentos industriales figura como ‘Auschwitz’, a secas, y que en un principio se concibió como un satélite de Auschwitz I y del inmenso Auschwitz II, también conocido como Birkenau. Convertido oficialmente en Auschwitz III en diciembre de 1943 por orden de la Inspección de los Campos de Concentración, la imponente presencia de las fábricas Buna-Werke que la I. G. Farben había construido en noviembre de 1944 hacía de este Konzentrationslager un campo de concentración autónomo (el “KL Monowitz”) tan grande como una ciudad.
Seis de estas empresas italianas se comprometieron el sábado 14 de marzo de 1942 a enviar allá arriba a 1.196 trabajadores, sobre todo albañiles profesionales y peones, aunque la cifra supera los 1.200 si tenemos en cuenta que había también cuatro cocineros (tres pinches y un jefe de cocina) y tres intérpretes. Pero estos solo eran una parte del total de 8.635 empleados (más otros 21, entre intérpretes y cocineros) que se iban a contratar en tres obras. Todos ellos acabaron involucrados en la órbita del planeta Auschwitz.
Lorenzo estaba precisamente en los márgenes de aquel planeta de la Europa del Este al que la gente llegaba para morir de privaciones y de gas, de hambre, de frío y de una serie de trabajos sobre los que, desde su posición, él nada podía saber -fuera de las ‘altas esferas’, en la Europa occidental y del sur las noticias del exterminio aún eran escasas, vagas y confusas en 1942, a diferencia de lo que ocurría en Alemania-. Estaba al otro lado, no en el de los esclavos como Levi. Tanto era así que, según el contrato, se le debía proporcionar, como albañil, “1 espátula grande, 1 espátula pequeña, 1 martillo común, 2 cinceles (1 corto y 1 largo), plomada, cinta métrica, escuadra, regla y nivel topográfico”. Sin embargo, más tarde sus condiciones de trabajo y sueldo fueron mucho peores que las de los demás trabajadores distribuidos por toda Alemania. Mientras tanto, las empresas italianas iban haciendo caja con los ‘voluntarios’, los esclavos y los esclavos de los esclavos».
Una cocina muy noctámbula
De modo que Perrone pasó de repartir tortazos en trifulcas bodegueras, a repartir comida con intenciones humanitarias. Y lo hizo jugándose el tipo, y de qué manera, teniendo en cuenta que ayudar a los prisioneros era algo que los nazis no perdonaban. «Con el tiempo, Lorenzo, que, por lo que sabemos, hizo caso omiso de los terribles peligros a los que se exponía, perfeccionó el arte de apañárselas para ayudar a los demás y empezó a llevarse ‘directamente de la cocina de su campo cuanto sobraba en las grandes marmitas; pero, para conseguirlo, debía ir a la cocina a escondidas, cuando todos dormían, a las tres de la madrugada’», según queda dicho en ‘El hombre que salvó a Primo Levi’.
«Sabemos que en varias ocasiones [Levi] dijo aquello de “creo que si hoy estoy vivo es gracias a Lorenzo”. Pero más allá de los motivos por los que Levi se salvó -la historia obedece siempre a una pluralidad de causas, como tanto repitió él mismo-, sigue abierta una pregunta: ¿por qué Lorenzo tiene una notoriedad relativamente escasa en una memoria pública, la del Holocausto, que hoy en día es patrimonio global? ¿Por qué en la actualidad se le conoce tan poco?». Nada mejor que leer el libro de Greppi para tratar de encontrar las pertinentes respuestas.